La realidad de las niñas en Honduras se oculta tras relatos de terror, asegura la psicóloga Kate Orellana. “Las historias de infancias felices y seguras se sienten irreales porque el Estado no las protege”
Por Kate Orellana
Algún día será una buena madre y tendrá un buen esposo, mencionaba el padre de Juana a su esposa mientras le acariciaba el vientre. La pequeña aún no nacía, pero el último ultrasonido indicó que sería niña y con eso la condenó a cómo debería ser al crecer.
Cuando Denia tenía cuatro años, los vecinos ya la emparejaban con los varoncitos en el barrio. Ni siquiera había crecido lo suficiente para comprender o identificar sus emociones; sin embargo, le decían que se diera piquitos con niños de su edad.
En cambio, cuando Marta cumplió seis años ya tenía la responsabilidad de darles besos en la boca a sus tíos cincuentones. Salude a la familia, no sea malcriada era la respuesta que obtenía cuando intentaba negarse porque, incluso a su corta edad, la forma como sus tíos la abrazaban y cómo sus bigotes le rozaban la carita al besarlos la incomodaba.
A los siete años, Sofía vendía chicles en el parque. Eso no le aseguraba comida en su estómago, pero era la obligación que sus padres decidieron darle, orillados por la pobreza, aunque eso significaba que una pequeña niña caminara horas bajo el sol para poder obtener dinero.
Cuando Carmen se negaba a que le levantaran la falda en la escuela a los ocho años, la llamaban problemática, obteniendo como respuesta el solo están jugando, seguro es que le gustas a tu compañerito por parte de las autoridades de la escuela que debían protegerla.
Cuando María cumplió doce la llamaban rara al no sentir interés por ningún niño y a veces tenía que ceder y verse forzada a besar a alguno para que los señalamientos se detuvieran y eso no le trajera líos.
A la edad de quince años a Isabel le dijeron las cosas que debía aprender, aún más esencial que conocer las tablas de multiplicar de memoria. Vuelve directo a casa. No salgas de noche sola. Si alguien intenta sobrepasarse contigo, grita lo más que puedas. No tomes bebidas abiertas si no la abrieron frente a ti. Alejate de hombres que no conozcas y recuerda estar atenta con los que sí.
En lugar de disminuir, la violencia contra ellas aumenta, sin contar todas las muertes de crimen pasional que restan responsabilidad al agresor, que dejan libre al criminal porque lo hacen por “amor”.
A los dieciséis años, Laura ya se encontraba en la sala de puerperio del materno infantil, cargando en sus brazos a un bebé en lugar de estar celebrando el Día del Niño con sus amistades. Ahora no solo cambiaría pañales en lugar de ir al colegio a estudiar, sino que tenía que enfrentarse a la sociedad, llamándola irresponsable por no cuidarse, aun cuando nunca nadie antes le habló del condón o métodos de planificación, aun cuando aquel bebé no era resultado de sexo consensuado, sino de una violación.
Y justo antes de cumplir dieciocho a Ester le tocó irse del país para buscar una mejor oportunidad en tierras desconocidas porque tenía a su cargo a tres niños menores que de ella dependían. Eran su responsabilidad desde que sus padres los habían abandonado y ella como hermana mayor ahora tenía que cuidarlos, pero los altos costos de la canasta básica no le permitían llevar una tortilla a su mesa, por eso ahora los dejaba al cuidado de una vecina, yéndose con la prome|sa de que mensualmente enviaría lo que ganase para que no lloraran más de hambre.
Ocultas tras historias de terror que a cualquiera le generarían pesadillas, así se encuentra la realidad de las niñas en nuestro país. En lugar de disminuir, la violencia contra ellas aumenta, sin contar todas las muertes de crimen pasional que restan responsabilidad al agresor, que dejan libre al criminal porque lo hacen por amor.
Y, lamentablemente, las historias de infancias sanas, felices y seguras se sienten irreales debido a un Estado que no las protege en Honduras.