La escritora Jessica Isla nos habla en este texto sobre su miedo de que el gobierno de Honduras repita “otros tiempos aciagos” al “planificar acciones destinadas a combatir a un enemigo peligroso, que puede ser el propio pueblo, aquel que les defendió en las calles“
Por Jessica Isla
A Melo y al equipo de ERIC-Radio Progreso. A todas las personas que sentimos miedo
Tegucigalpa, Honduras. Tengo miedo. Y mal que yo lo diga, pero es la verdad, al menos la mía.
Miedo otra vez, como el que sentí de niña, escondiéndome del padre violento debajo de una mesa. Miedo como aquel que me despertó una noche con el sonido nunca escuchado de bombas explotando en una gasolinera, colocadas allí por Sendero Luminoso, al entrar a Lima. Un sonido que siempre guardaré en mi memoria de diez años y espero jamás escuchar de nuevo. Miedo después, al abordar a un transporte con rumbo fijo, pero llegando a una tierra extraña. El miedo del salto imprevisto, ese que nunca abandona a quienes siempre estamos en movimiento.
Ese miedo, profundo y ancestral, es el que me mueve hoy cuando veo a un hombre, sacerdote, que ha acompañado al pueblo en muchas de sus luchas, hostigado por las fuerzas que apoyó en un tiempo, cansado, pero nunca vencido, en un espacio donde su voz todavía vibra. Y puede que ni él, ni el equipo de Radio Progreso-ERIC, tenga miedo, pero yo, como buena escritora, sí que lo tengo y sé que mucha gente también. Porque hablar o escribir, develar, en este contexto, puede ser peligroso. Especialmente en un tiempo en que el Ejecutivo convoca al nefasto Consejo de Defensa y Seguridad no para combatir una amenaza externa, no vayan a creer, sino para planificar acciones destinadas a combatir un enemigo peligroso, que puede ser el propio pueblo, aquel que les defendió en las calles. Repito, no se quiénes serán sus asesores o si los tendrán, pero desde mi ruta sé que ese no es el rumbo.

Me recuerda otros tiempos aciagos donde me veo a mí misma, aterrada, corriendo a un hospital militarizado en busca de mi hermano. Veo también a un hombre de mediana edad que me lleva aparte y me dice: “No deje que la policía se lo lleve porque no vuelve”. Ahí recuerdo cuánto se depende de la generosidad de los extraños. Me veo poniéndome enfrente del pelotón armado, diciéndoles que en mi presencia no se llevarían a nadie y siento otra vez el fogonazo en la frente que nunca llegó, pero que imaginé.
Me veo llorosa, implorando a una embajada que recibieran a este hermano porque su vida corría peligro, ya que habían llegado al grado de ir al pueblo, a casa de mi madre, a buscarlo.
Recorro impotente los pasillos de la memoria en busca de un hospital en un país que no daba abasto para los heridos y quebrados por las fuerzas policiales y militares. A mi madre diciendo que, aunque tuviese que vender la casa, mi hermano no se iba a quedar con esas ocho fracturas en las manos, que sería médico y utilizaría esas manos para sanar a la gente, no para destruirla. Nadie pudo nunca hacerla desistir de esa idea. También me veo llorosa, implorando a una embajada que recibieran a este hermano porque su vida corría peligro, ya que habían llegado al grado de ir al pueblo, a casa de mi madre, a buscarlo. A él y otros más. Me veo vomitando del alivio una vez que le concedieron asilo por unos meses. Hoy es parte de un partido que no lo reconoce y le llama cachureco, mientras él, en un pueblo abandonado de Dios, da consulta y pacientemente cría a sus dos hijas. Es aquí donde vislumbro algo parecido a la grandeza de espíritu.
Camino por los pasillos del sostén a mi hermana, cuya hemorragia nasal no paraba, después de haber recibido una bomba tóxica en su cuerpo, concretamente en su pecho. Aquí me digo que eso de poner el pecho por la lucha, en su caso, fue literal. Escucho nuevamente a la mujer que me llamó desde un bus que iba de Tegucigalpa a San Pedro Sula, diciéndome que la hemorragia había comenzado a medio camino y no hallaban qué hacer. Mi única respuesta fue que pidieran al chofer que parara en la ciudad más cercana y la ingresaran de emergencia en cualquier hospital. Mi hermana, la maestra, ahora fuerza de su plaza, por alguien que creía amigo no de ahora, de años, y que sin empacho me dijo que había pedido esa plaza para su esposa porque tenía que “defender a su mujer y a sus hijos”. Los hijos en cuestión ya son adultos y según sus palabras habían ganado un “cantón” para el partido en el poder. “Me pidieron que escogiera”, expresó, “y yo podía haber pedido cualquier cosa. Así que elegí lo que mis hijos me pidieron”. El gane de un barrio o un cantón contra el pecho y la nariz herida de mi hermana, contra una hemorragia con la que lucha aún ahora. Esta confrontación me llevó al grado de internamiento y más miedo: de correr otra vez embarazada entre el gentío desesperado ante las balas, que habían acabado con la vida de un adolescente, miedo de tantas ausencias, unas por tiros, otras por tristeza. Miedo de parir y quedar con una depresión posparto por el duelo.
Miedo de asistir otra vez a la morgue para reconocer el cuerpo de tu hermana asesinada y pensar en la inevitabilidad y la consecuencia de algunas luchas. De sentir el olor a pólvora en el aire y ver a sus hijas huérfanas tan jóvenes, paradas con estoicismo, llevando el legado de su madre, pero, sabiendo vos, en el fondo, que ningún premio ni lucha curan la orfandad. Miedo de no poder despedirla adecuadamente, miedo de no sentirla por tantas muertes acumuladas. Miedo de bajar de un carro rodeado de policías a rescatar a compañeras perseguidas en las calles, buscando salidas, aquellas donde no te atrapen. Creo que este miedo jamás te abandona. Lo puedes ver en los ojos, en las palabras, en los abrazos cómplices y, de forma más reciente, en los silencios.
De avanzar hacia una Nicaragua, El Salvador o Guatemala con una prensa perseguida y encarcelada. De hermanas feministas exiliadas y expatriadas. Es más, el exilio y el desarraigo para todos aquellos que se opongan, el exilio y el ser considerado apátrida. Miedo de no poder escapar de esa dinámica regional, de ese manual de dictadura centroamericana. Miedo de saber que no tienes la fortaleza y el estoicismo de otras que soportaron cárcel y/o tortura porque seguro te harías un ovillo, suplicando que no te lleven, aunque no sea así y les des la cara, pero eso es lo que imaginas. Miedo por la acusación hecha en pasillos, pero que llega a vos, de que tienes testaferras por dinero ”mal ganado” y temer, día sí, día no, por ellas. Miedo de cuando sabes que no te encuentran nada porque tus cuentas son públicas y entonces implicar que seguro te paga la CIA en el extranjero, con cuentas en Islas Caimán (esto último es tragicómico).
Miedo de dejarme morir de la impotencia cuando me condenan y obligan todas las semanas a firmar un libro de registro solo por haberme atrevido a decirle abusador a un hombre poderoso que nuestra justicia declaró inocente.
Miedo de ser la voz de varias cuando no puedes ni encontrarte a ti misma. Miedo de perderte en una depresión o un manojo de dolor y estar sumergida en las profundidades, aplanada, sin deseos de nada, ni de comer, ni de dormir, ni de tener placer. Ese tal vez es mi mayor miedo, la costumbre de perderme tantas veces, que me es cada vez más difícil encontrarme.
Miedo de no poder regresar a mí misma o dejarme morir de la impotencia cuando, siendo una defensora emblemática, me condenan y obligan todas las semanas a firmar un libro de registro solo por haberme atrevido a decirle abusador a un hombre poderoso que nuestra justicia declaró inocente. Mi amor y respeto siempre a Gladys Lanza. El silencio, la bala, la cárcel, la humillación pública son los intentos o al menos las amenazas desde el poder hacia algunos/as que defendemos a otros/as. Claro, eso nos pasa, como le diría Túpac Amaru a su ejecutor, por meternos a redentores, donde nadie nos llama. Ese es el precio. La cosa es que no debería serlo.
En la literatura griega, Fobos era el dios del miedo, hijo de Afrodita, diosa del amor, y de Ares, dios de la guerra. Porque si algo que hay que reconocer del miedo es que te mueve hacia la sobrevivencia de ciertas batallas, pero también es un instinto primario, visceral, aquel que podría nacer del amor a los demás, tanto como a ti mismo/a. O al menos eso creían los griegos. Por ello es comprensible que el miedo sea nuestro talón de Aquiles porque nos mueve a escapar de una realidad que no queremos aceptar. Por eso, solo la gente que ama, en su mayoría, puede sentir miedo, característica ausente, por ejemplo, de dictadores o represores. Aunque bien pueda que lo cambien por soberbia y no por reconocimiento de esos temores. El miedo mal orientado se responde con violencia o con polaridades opuestas, como me dijeron hace poco ante una crítica que hice: “Se acabó el tiempo de espera (que interpreté como benevolencia). O estás con nosotros o estás del otro lado”. Aún espero que me digan que es el “otro lado” y espero que no sea el lado oscuro de la fuerza, el de la guerra de las galaxias.
Por esto me reconozco íntegra y conocedora de estos temores, la que espera no seguir llorando, extrañando ni reclamando por nadie. La que se reconoce cobarde en su valentía (leí por ahí que esta es hacer o decir cosas sobre las que habrá consecuencias a pesar de tener miedo). Aquella que lo único que sabe hacer para exorcizar el miedo es escribir y por ello, escribiendo este texto, se siente aterrada con lo que puede venir después. Yo, la escritora impenitente, la crítica del poder y del patriarcado, cuando se puede, porque no es cierto el dicho popular: “El que nada debe, nada teme”. Nací sin deberle nada a nadie, pero pidiendo permiso para existir. Nos enseñaron a tener miedo, aún en la paz, en la resistencia, en las casas o en las calles. ¿Quién, sobreviviente a estos países, puede decir que no conoce el miedo? ¿Quién, siendo mujer, no conoce el terror de caminar sola o por las noches en ciertos lugares? De tener miedo a todo, incluso a hablar.
Por eso soy la que espera pacientemente o urgida los resultados que tendrá para nosotros el Consejo de Seguridad y Defensa, la que se opone a los estados de excepción y persecuciones de cualquier tipo. Yo, la que se reconoce con miedo propio y ajeno, especialmente a la prepotencia, al insulto fácil, a la censura. Yo, la que necesita del diálogo porque esta es una Honduras que todos debemos construir, sin enfrentamientos, descalificaciones o revanchas porque bastante de eso hemos tenido ya. Aquella a la que le gusta el barrio, el mercado, el monte y las flores, las desobedientes, las prófugas, las trabajadoras sexuales, las nadie. Yo, la hija de cualquier norte. Yo, la deslenguada.
Yo, la que espera lo mejor siempre en medio del miedo que todos y todas deberíamos sacar porque, me atrevo a decirlo, somos una sociedad permeada por los temores, a veces presa de ellos. Así que, siendo políticamente incorrecta, les invito a sacar sus miedos, sin violencia, con creatividad, con palabras, con arte, con frescura. Convoco a pasear los miedos y enfrentarlos porque yo soy nosotras/nosotros y, parafraseando a Sor Juana, soy cualquiera, una de esas, la peor de todas.
Jessica Isla
En el país de los estados de excepción
10 de mayo de 2023