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El pequeño Pablo

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Pablo llegó al hospital aquejado por la desnutrición que castiga a las comunidades lencas de San Marcos de Sierra

Por Melissa Cardoza

Tegucigalpa, Honduras. Fue más largo su nombre que su estancia en este ingrato mundo, le llamaron Pablito. Llegó al hospital Materno Infantil de Tegucigalpa dentro de su mamá, y con su papá al lado, de donde nunca se quitó, a pesar de los días durmiendo en el piso, donde le robaron su teléfono y no tenía ni donde bañarse y donde comer. Era una emergencia y les enviaron en ambulancia desde La Esperanza, pero ya habían pasado antes también por una clínica privada. En el Materno, las emergencias son las que abundan. Resulta que a Pablito lo tenían que sacar urgentemente, pero cada día había otra mujer que estaba en más urgencias, así que diez días al menos tuvo que esperar porque en ese hospital solo estaba funcionando un quirófano. El hospital para toda la infancia de este país. Y es que además Pablito y su mamá, que se llama Santos, fueron al centro de salud de la comunidad donde poco hay, y parece que no tenían o no les funcionó el ácido fólico que ella con sus 22 años debía tomar, y la cosa estaba complicada. 

Porque sin contactos no se puede vivir en Honduras dimos con una enfermera y nos explicó que la criatura tenía una malformación tan severa que posiblemente no iba a sobrevivir al parto. Cuando le pregunté la razón, me dijo, pues la desnutrición, el hambre, quien conoce las comunidades lencas de San Marcos de Sierra sabe que sacarle alimentos a la madre tierra por ahí es una epopeya. El pueblo lenca, el de Berta, mi pueblo también, arrinconado en esas montañas desde el genocidio español, siempre en el cálculo de los que no debieran vivir, pero viven, luchan, tiran empresas y liberan ríos. Y desviven en condiciones muy extremas, como las de la familia de Pablito que tenía una hermana menor, que lo estaba esperando, y una abuela y tíos.

Y ahí estoy fumándome un cigarro de pura ansiedad, junto a una chiclera donde una cipota como de doce años, con uniforme y calcetas enrolladas está haciendo tareas, me mira y me mide. Ya la enfermera me dijo que el niño va a necesitar un ataúd, pero ando como paralizada, me duelen las muelas, y la gente del Copinh viene en camino. Llovizna y en los charcos se mezcla esa agua con las porquerías del día y apesta, apesta el hospital, y adentro a veces es peor. Y ahí yo fumando y mirando un rótulo de Xiomara sí cumple con la construcción de hospitales, me pregunto qué les irán a poner dentro, si aquí ya es como un moridero de seres humanos pequeños, y sueño  con hacer quirófanos en las comunidades y que se opere a las mujeres antes de que mueran sus hijos sin ver el día,  porque así se ha hecho ya en Ciriboya, en un hospital comunitario y porque en este país la gente es la que se ha construido todo para vivir, y nunca gobierno alguno les trató con el mínimo respeto, porque se gastan en carteles y protocolos lo que no tienen para dotar de  pastillas de ácido fólico, maíz, agua limpia, espacios seguros para vivir, que lo que quieren de la gente son votos.

Y estoy fumando porque el papá de Pablito, Pablo, va a salir para que hablemos, y la enfermera me advirtió que la información que yo tengo no se la puedo dar porque es confidencial. Y la niña que hace tareas me mira, yo la veo y le lanzo, vos sabes dónde venden ataúdes de bebés. Claro, me dice, yo la llevo, y se me queda mirando. La mamá que vende mascarillas, churros, dice bajo: qué triste. La cipota vuelve por sus caminos y me inspecciona;  y usted es rica, me pregunta. A mí la pregunta un poco me ofende pero luego pienso que cuando tenía su edad y me tocaba hacer tarea siempre tuve una mesa, una casa donde hubo tortillas, frijoles, cuajada hecha por mi abuela, y que tenía libros y tiempo para jugar, y tuve que reconocerle, soy rica. Y la lluvia se hizo más intensa, entonces la mamá de la cipota me dijo, métase para acá, y me puse bajo su cobijo. La niña concluyó, usted no es rica porque las ricas no andan así, y lo dijo como si escupiera. Aún no sé bien lo que me quiso decir, pero me causó risa, y alivio. 

Pablo salió y fuimos a tomar un café y una burra ahí enfrente, y me dijo que el niño tenía algo mal, pero que los médicos lo iban a operar y que iba a estar bien, que el doctor le dijo que estaban esperando, claro pensé, el bendito quirófano. Ya le pusimos nombre, se llama Pablito, y está bien chiquito, pero ahí está con la mamá y está tomando leche. Como ya hemos pasado por victorias de la vida en este mismo hospital, pensé también que podía ser posible que este niño desafiara a la muerte, si tomaba chiche y respiraba, estaba vivo. La esperanza de su papá me alcanzó a pesar de los diagnósticos tan pesimistas, mientras terminamos el café pasó una niña mamá con su propia mamá, y un bebé chiquito envuelto en una cobija de animalitos, la niña sonreía, su mamá lloraba.  Le entregué los encargos que le traía, y vi que se guardaba unas tortillas, porque su esposa le había encargado, me dijo que ella estaba mejor, que le dolía esa operación pero que no se movía del lado del niño, duerme ahí en el piso, pero tenemos buena cobija, me aclaró. 

Ya era noche y la gente que espera tiende plásticos y cobijas, en las aceras del hospital Materno Infantil de Honduras se organiza la gente para esperar una salud tan lejana y tardía que casi nunca llega a tiempo, pero la gente lucha, y mucho. Todo pesa en esa hora, el papá de Pablito me da las gracias de nuevo, me recuerda los caminos de ese Dios de él que a mí no me tocó ni me interesa, y levanta la mirada para toparse con unas sendas vallas de candidatos políticos. Pues sí, compañera, está duro esto, me dice, y mientras hablamos, ahí dentro están avisándole a la mamá de Pablito que le iban a quitar el oxígeno y el suero porque no lo van a operar, el niño tenía tan pocas probabilidades de vida, que ni vale la pena intentarlo, que se preparen para llevárselo. Eso lo supe unas horas después por teléfono, y me pregunté cuál sería la maldita escuela de medicina de estos médicos que le quitan el oxígeno a un niño de cinco días de nacido porque de todos modos va a morir. Y Pablito murió por supuesto, en brazos de su mamá, mientras volvía en un carro del Copinh a su comunidad. Pero mientras la noche caía y nos terminábamos el café, y no nos había llegado la certeza de su muerte,  Pablo, bien serio me preguntó bajo el reflector rojo de los anuncios publicitarios. Compañera, y por quién será que hay que votar.   

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