Miles de personas de la zona norte del país fueron sorprendidas la mañana del 4 de noviembre del 2020 por la cantidad de agua que inundaba sus viviendas
Por Dunia Orellana y Dennis Arita
Este artículo fue publicado originalmente en En Alta Voz
La Lima, Honduras. Es la una de la tarde del 5 de noviembre. La inundación en La Lima comenzó temprano el día anterior, pero en estas colonias a varios kilómetros del centro limeño, nadie esperaba que las aguas alcanzaran el nivel que tienen ahora.
“No pasó en el Mitch y no va a pasar esta vez”, dijeron los vecinos, pero la inundación los sorprendió a las cinco de la mañana. En menos de una hora, el agua tapó las casas.
La gente en la calle sospecha que las descargas sin aviso efectuadas en la represa Francisco Morazán son la verdadera explicación de una inundación tan repentina. “Esto es por las descargas en El Cajón”, dice un vecino indignado que no ha tenido noticias de su familia en La Lima. No hay paso para ir a esa ciudad. “No les costaba nada avisarle a la gente para que evacuaran”, agrega.

Se espera una nueva creciente de dos a cuatro metros esta noche por agua que baja de las montañas. La gente tiene que evacuar, dijo el presidente Juan Orlando Hernández en cadena nacional aunque los habitantes de las colonias inundadas aseguran que “el agua de la montaña· es en realidad agua de las descargas de la represa El Cajón. El gobernante pide evacuar, pero no da equipo ni soluciones para llevar a cabo las evacuaciones que exige en su presentación televisiva.
Las mujeres lloran en la carretera mientras esperan las lanchas y los enormes camiones que entran en las colonias Jerusalén, Planeta, Céleo Gonzales e Independencia. Son esposas, madres e hijas de personas que han quedado atrapadas en las segundas plantas de las casas o en los techos de láminas de cinc. También hay hombres que piden a gritos que los vehículos entren en los asentamientos donde viven sus parientes que han quedado a merced de las aguas. “¡Vayan a la Buenos Aires!”, “¡saquen a mis papás de la Planeta!”, “¡mi familia está en La Lima!”, exclaman todos al mismo tiempo.

La gente que viene caminando por el bulevar lleva las pocas pertenencias que han podido rescatar. Arrastran bicicletas e incluso perros metidos en toneles de plástico. Muy pocos llevan mascarilla. Parecen haberse olvidado del coronavirus.
Los enormes vehículos y las embarcaciones, algunas impulsadas con remos y otras con motor, se abren paso entre la fuerte corriente de agua que comienza frente a la colonia Jerusalén. En ese punto el agua sobre la carretera llega un poco debajo de la cintura. La fuerza de la corriente es tan grande que puede arrastrar fácilmente a una mujer o un niño. Más adelante, el nivel del agua en la calle sube y llega casi al pecho.
La cosa se complica a los lados del bulevar, donde en las colonias situadas a un nivel más bajo que el de la carretera solo se ven los techos de las casas saliendo del agua sucia y revuelta. En una maderera, los cuartones flotan en el agua oscura y golpean el cerco de malla metálica. En una fábrica, cientos de freezers se mecen en la corriente y chocan unos contra otros.
El camión en el que nos subimos va cortando las aguas. “¡Bajen a esos periodistas! ¡El camión solo es para rescates!”, reclaman los hombres parados al lado del camión. Se refieren a nosotros. Han visto nuestra cámara y no les gusta que vayamos ocupando espacio destinado a los damnificados. “Si quiere, nos bajamos”, decimos, pero el dueño del camión nos dice que no les hagamos caso. “Queremos que nos vean en los medios”, dice en broma uno de los rescatistas mientras enciende un cigarrillo.

Hundidos hasta la cintura, policías y militares conducen del brazo a los damnificados que dejan atrás sus casas para conservar la vida.
“¡Chiva con la cabeza!”, gritan los rescatistas trepados sobre el camión cuando pasamos bajo las ramas de los árboles sembrados en la mediana del bulevar. Un policía acompaña al grupo de socorristas. Algunos de ellos son vecinos de las colonias inundadas que se ofrecen como voluntarios.
Llegamos al destino de los rescatistas. Los damnificados están parados en la mediana del bulevar. Están nerviosos. Algunas mujeres no pueden controlar el llanto. Llevan a sus niños de la mano mientras suben al camión. “¡Suban en orden!”, exigen los rescatistas. Bajan dos escaleras de metal y la gente comienza a trepar al camión, donde los socorristas los colocan en orden para aprovechar el espacio. Los rescatados llevan de todo en las manos: jaulas de pájaros, perros con sus cadenas, gallinas, ropa en bolsas. La mayoría solo anda con la ropa que llevan puesta.

El viaje de regreso entre el agua que va dando tumbos en la calle es un alivio para todos. Han escapado por un pelo de la muerte, pero atrás quedan al menos cien mil personas atrapadas en sus casas. El Valle de Sula es una enorme trampa de agua en la que miles de familias siguen sufriendo en la noche, sin luz eléctrica, sin poder comunicarse con sus seres queridos ni con los organismos de rescate.
En medio de tantas tragedias queda espacio para la esperanza.
Los damnificados se acercan a carros donde les regalan comida, agua y ropa. Incluso a nosotros nos dieron platos de arroz con pollo. Esta noche será larga. En horas de la noche, la Empresa Nacional de Energía Eléctrica anunció en un comunicado una nueva descarga de agua de la represa Francisco Morazán para las cinco de la mañana del viernes 6 de noviembre. Esperamos que el amanecer de mañana no nos traiga más tragedias.
Este artículo se publica en el marco de una alianza entre Reportar Sin Miedo y En Altavoz
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